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La edad de los por qué

Es común que los papás estén súper ansiosos cuando su bebé está por pronunciar sus primeras palabras. Y no es raro que, al escucharlos, los abuelos o amigos que ya tienen hijos los tranquilicen diciendo “no tengas apuro, ya vas a ver cuando empiece a hablar”. Entre bromas y risas, este comentario hace referencia a lo demandante que puede volverse un niño cuando adquiere dominio del lenguaje. Y en especial durante esa etapa que se conoce como “la edad de los por qué”, que -como su nombre lo indica- se caracteriza por un alud de insistentes preguntas, más allá de las respuestas que se le den.

Preguntas y más preguntas

Entre los 3 y los 4 años, aproximadamente, el niño empieza a tener una mayor comprensión del mundo que lo rodea y a formarse una idea más clara de sí mismo. Esto se logra gracias a varios factores, como una mayor destreza motriz y la incorporación de las nociones de tiempo, espacio y número, pero también al desarrollo que adquiere el lenguaje.

El pequeño no solo enriquece y amplía su vocabulario, sino que es capaz de elaborar frases más complejas que lo ayudan, a su vez, a pensar y a establecer relaciones entre distintos conceptos. Así su conocimiento del mundo se incrementa muchísimo, y eso estimula su curiosidad y su deseo de saber y entender aún más. 

Y si antes le alcanzaba con tomar, manipular y llevarse a la boca un objeto para conocerlo, ahora tiene el lenguaje para formular las preguntas necesarias. Esta curiosidad por saber irá en aumento y lo llevará a elaborar infinitas preguntas sobre el funcionamiento de las cosas, las diferencias, los sentimientos (enojo, tristeza, alegría), y las sensaciones corporales (frío, cansancio, hambre). Con las respuestas que reciba de sus papás sumada a la información acumulada hasta el momento, empezará a pensar en sus experiencias y a aprender de ellas. Por eso es importante que contestes sus por qué: si pregunta es porque necesita saber.

¿Y por qué?

Por qué llueve, por qué crece el pasto, por qué es de noche, por qué te pintás los labios… Esa seguidilla incansable es la forma en que tu hijo comienza sus primeras charlas. Ha descubierto lo hermoso que es comunicarse… ¡y quiere hacerlo todo el tiempo! Sumado a eso, su enorme deseo por conocer el mundo hace que esté permanentemente con el “por qué” en la boca. Pero hay más: el pequeño disfruta de captar la atención de sus padres porque así se siente importante, y muchas veces pregunta y pregunta sin terminar de escuchar las respuestas que recibe. Por ejemplo:

  • Hijo, no te acerques al horno que está encendido.
  • ¿Por qué?
  • Porque te podés quemar.
  • Y ¿por qué me puedo quemar?
  • Porque cuando el horno está encendido está caliente.
  • ¿Y por qué está caliente?
  • Aquí podés interrumpir el circuito de preguntas diciéndole: Dame la mano que la vamos a acercar un poquito para que veas que está caliente. ¿Viste?
  • Sí.
  • Bueno si la apoyás ahí, duele mucho. 

Vale decir que pregunta por curiosidad pero también por amor. Necesita la mirada y la aprobación de sus papás. Observa que para los adultos hablar es una forma de lograrlo y trata de imitar sus acciones. 

Es cierto que a veces su curiosidad incansable puede volverse agotadora. Las respuestas parecen no alcanzar, y justo es el momento de preparar la cena o de hacer una llamada importante. No te preocupes: aprender a esperar y entender que hay un momento para cada cosa también forma parte de un crecimiento saludable. Sin enojos, podés decirle que luego seguirán charlando. 

Sin embargo, la situación cambia cuando las respuestas se eluden no tanto por estar ocupado sino porque se trata de preguntas incómodas o difíciles de responder. Preguntas acerca de la sexualidad, la muerte o las enfermedades, entre otras, no son fáciles de contestar a chiquitos de 3 o 4 años. Y como ellos entienden claramente cuando los papás están ocupados o cansados de cuando se angustian o se sienten incómodos, pueden desanimarse y terminar creyendo que hay temas sobre los cuáles no se puede preguntar. Precisamente aquí radica la importancia de no eludir, especialmente las preguntas complejas, aun cuando la respuesta sea “ya lo vas a entender cuando seas más grande”. Siempre es conveniente que los hijos puedan contar con sus padres para evacuar dudas y confiarle sus conflictos, como base para fomentar una buena comunicación familiar.

Qué y cómo responder

A esta edad, los chicos suelen preguntar acerca del funcionamiento de las cosas (¿Por qué vuelan los aviones?), de las funciones y el cuidado del cuerpo (¿Por qué me tengo que cortar las uñas?), y de los fenómenos de la naturaleza (¿Por qué hace frío?), y puede ocurrir que aunque conozcas la respuesta, no se te ocurra cómo explicarla del modo adecuado para que tu hijo la entienda. Consejo: priorizá siempre el sentido común por sobre las definiciones científicas, porque el acto de responder y charlar con él es más importante que el contenido de la respuesta. Y cuando verdaderamente no sepas qué contestar, decile con sinceridad que no sabés. Este puede ser un buen estímulo para ponerse a investigar sobre el tema consultando libros, buscando en internet o preguntando a algún familiar que sepa. 

Algunos tips

  • Armate de paciencia ante los interrogatorios insistentes, y no olvides que tu hijo pregunta porque necesita conocer la respuesta. 
  • Respondé sus preguntas con la mayor sinceridad y honestidad posible, para que la confianza de tu hijo hacia sus papás no quede afectada.
  • A la hora de elaborar una respuesta, tené en cuenta la edad de tu hijo. 
  • No conviene que le des explicaciones complejas que no entendería. Contestá con la verdad, pero adaptada a su capacidad de comprensión. 
  • Actuá en forma natural y usá el sentido común para responderle.
  • No demores las respuestas: contestá en el momento en que pregunta.
  • Respondé de manera breve: los más chiquitos no suelen prestar atención a respuestas muy largas, terminan perdiendo el interés y quizá no logren evacuar su duda. 
  • Animá y retroalimentá su curiosidad, porque esa es la base del interés por aprender que luego será muy importante en la escuela.


Asesoró: Dra. Mariana Czapski, Psicóloga y Especialista en Psicología Clínica

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